Hasta la eternidad.

Daniel estaba cabizbajo, con los ojos puestos en la manta que cubría sus piernas, pero sin mirar nada realmente. Fuera granizaba de una forma tan exagerada que las piedras repicaban contra la cristalera del salón con un ruido ensordecedor. Pero ni el ruido exterior conseguía acallar los gritos desesperados de Rebeca.

- ¿¡Cómo puedes hacerme esto a mí!? A estas alturas… No he significado nada para ti en todo este tiempo, por lo que veo…

- Sabes que eso no es cierto – Daniel mantenía la mirada perdida, pero su tono no subía ni un ápice – te sigo queriendo como a la que más. Sólo es que he visto que esto no funciona, hemos caído en una rutina inacabable. Además…

- Claro, rutina. – Rebeca le había impedido acabar la frase – Pero eso sí, para tirarte a la guarra de tu amiguita Diana sí que tienes tiempo de cambiar, ¿no?

- Sabes que eso no es cierto. Si hasta ella misma te lo negó cuando se lo preguntaste directamente, ¿recuerdas?

- No me vengas con esas, Dani. Sé perfectamente que os veíais después del gimnasio.

- En fin, no vale la pena discutir más… – Daniel hizo amago de levantarse del sofá, cogió el tabaco y se dirigió a la puerta de entrada – esa es una de las cosas que ha hecho que esto se vaya a la mierda.

- Claro, la culpable aquí soy yo por cabrearme, pero tú no tienes nada de culpa por ser un cabrón, ¿no? – Rebeca ni siquiera llegó a terminar la frase, ya que Daniel había cerrado la puerta instantes antes.

Rebeca rompió a llorar en ese mismo instante, pero al mismo tiempo, cogió todas las fotos en las que salía con Daniel y las guardó en el estante más alto de toda la casa, porque no se veía con el valor de deshacerse de ellas. Encendió su reproductor musical y se estiró en la cama, presa de las lágrimas. Todos los momentos vividos junto a él invadieron su mente sin compasión. ¿Por qué había actuado de esa forma? No estaba bien haberlo acusado de aquella forma tan gratuita. Pero ahora era demasiado tarde. Conocía demasiado bien a Daniel y no cambiaría de opinión. Había dejado marchar al hombre de su vida, y ahora estaba sola, completamente desprotegida. Poseída por los sollozos, cayó completamente dormida al cabo de poco más de una hora.
Al despertar, su móvil emitía una leve lucecita de colores. Un Whatsapp. Aún medio adormecida, lo abre y empieza a leer:

Hola, cariño,

Siento mi salida tan repentina antes, pero no me veía con fuerzas de seguir ahí, ya no por cómo te pusiste tú, sino porque sé que me echaría a llorar de la impotencia. De la impotencia de no poderme despedir de ti, de no poder decirte que te quiero más que a nada en este mundo. Lo de la rutina fue sólo un pretexto para que me dejaras ir, porque si no, yo no hubiera sido capaz. Me estoy muriendo. Cáncer, dicen. No me queda mucho, pero quiero que sepas que has sido la mejor persona del mundo. La que me enseñó que yo era capaz de amar a alguien además de a mí mismo. Te quiero, más de lo que jamás podré querer a nadie. No llores, el que debería hacerlo sería yo, por afrontar esto de una forma tan cobarde, por no poder abrazarte por última vez y decirte que te recordaré allí donde esté. Saca de dentro la fuerza que hizo que me rindiera a tus pies y tira hacia adelante, ponte guapa, ponte tacones, maquíllate y sal a comerte el mundo. Porque este mundo de mierda se merece a alguien como tú, y no quiero que te quedes recluida en casa.


 Así que, esto es todo, mi amor. Hasta aquí llega mi historia, pero la tuya y la nuestra seguirá viva por siempre.


Tuyo hasta la eternidad,


Daniel.


 
No podía creerlo. No podía ser, así no. Lo último que podía creer es que todo finalizara de aquella forma… No había dado signos…

Lo último que se supo de ella fue que había consumido una gran variedad de pastillas y se había sumergido en la bañera, dejando a su lado una nota que rezaba:

¿Te seguiré hasta la eternidad, recuerdas?


Por: Adrián N.